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Somos pocos, pero bien avenidos, esa era la máxima de mi casa. Las cenas más transitadas gozaron de hasta seis individuos alrededor de la mesa. Casi no teníamos platos, si me apuras. Los últimos años contaban con cuatro, cinco si el día de Nochevieja el novio de mi madre decidía acercarse a que le tiráramos de las orejas. Un año fuimos sólo tres.

Esta vez en la silenciosa Nochebuena hemos estado abuelos e “hijas”. Como antaño, pero sin risas ni barullos. Ni siquiera mi madre, que siempre tilda las noches con el humor sarcástico que en mí no es más que una burda copia, ha puesto el toque de gracia. Silencio. Miradas perdidas. Algunas miradas oscuras.

Contaba con que esto fuera algo así como una despedida. Porque, como ya he mencionado otras veces, lo peor siempre está por llegar. Ni siquiera ha sido despedida alegre. La Navidad era motivo de pena para la mayoría, pero yo siempre veía lo bueno de reunirse. A partir de ahora, esto es lo que nos queda.

Silencio. Shhhh…