Nunca he perdido a alguien muy cercano. No he tenido el contacto con la muerte que te desgarra. He visto sufrir a mi alrededor, y eso me ha dolido, pero no lo he vivido yo.
Quiero a mi abuela cómo quiero a mi madre. Cuando Belén estudiaba para poder ser una mujer de provecho (y de paso dar por saco a la parentela del lado contrario) mi abuela me vestía, me sacaba y me enseñaba en lo que consiste vivir.
Era mi abuela la que me llevaba al colegio, la que me contaba cuentos. Fue mi abuela la que lloró al llegar a casa recién descubierta mi “manía” alimentaria, sin saber qué darme de comer. Fue ella la que me vio reir por primera vez, la que, con colaboración del resto, me enseñó a leer, la que me decía “mañana, hija, mañana” cuando no había dinero para algo hoy.
Hasta los trece día y noche, en la misma casa. Después, día y noche pensando en mí. Valga la modestia, sé que me quiere más que a ninguno. Sé que es en mí en quien piensa ahora que no ve, ahora que lo siente. Se ha desvivido por sus hijos, por su marido, pero soy yo la que más le preocupa, la que más añora. Por eso mi abuela no es una abuela, ni una madre. Es mucho más que eso, porque es las dos cosas.
A pesar de todo esto, de toda esta mierda que hará que todos y cada uno de nosotros caigamos en el miedo y la soledad, cada uno desde su punto de vista, mi abuela es afortunada. Y no sólo porque mi tío le haga reír describiendo al colgado que se ejercita en el balcón enfrente de su cama de hospital. No porque mi madre le agarre la mano, le mienta, con todo el dolor y el amor que se puede, haga que se sienta bien, la cuide. No porque yo le de conversación, distraída, dejando caer entre cada línea que la quiero y que jamás me olvidaré de ella. Mi abuela es afortunada porque mi abuelo está al pie de la cama, a su lado, de la mano, acariciando, soplando, besando, susurrando los últimos alientos. Diciendo con la mirada, que ella no ve, que se encuentra perdido. Que no tiene dónde ir sin ella.
Así funciona. Así es como ocurre. Lo odio.
Quiero a mi abuela cómo quiero a mi madre. Cuando Belén estudiaba para poder ser una mujer de provecho (y de paso dar por saco a la parentela del lado contrario) mi abuela me vestía, me sacaba y me enseñaba en lo que consiste vivir.
Era mi abuela la que me llevaba al colegio, la que me contaba cuentos. Fue mi abuela la que lloró al llegar a casa recién descubierta mi “manía” alimentaria, sin saber qué darme de comer. Fue ella la que me vio reir por primera vez, la que, con colaboración del resto, me enseñó a leer, la que me decía “mañana, hija, mañana” cuando no había dinero para algo hoy.
Hasta los trece día y noche, en la misma casa. Después, día y noche pensando en mí. Valga la modestia, sé que me quiere más que a ninguno. Sé que es en mí en quien piensa ahora que no ve, ahora que lo siente. Se ha desvivido por sus hijos, por su marido, pero soy yo la que más le preocupa, la que más añora. Por eso mi abuela no es una abuela, ni una madre. Es mucho más que eso, porque es las dos cosas.
A pesar de todo esto, de toda esta mierda que hará que todos y cada uno de nosotros caigamos en el miedo y la soledad, cada uno desde su punto de vista, mi abuela es afortunada. Y no sólo porque mi tío le haga reír describiendo al colgado que se ejercita en el balcón enfrente de su cama de hospital. No porque mi madre le agarre la mano, le mienta, con todo el dolor y el amor que se puede, haga que se sienta bien, la cuide. No porque yo le de conversación, distraída, dejando caer entre cada línea que la quiero y que jamás me olvidaré de ella. Mi abuela es afortunada porque mi abuelo está al pie de la cama, a su lado, de la mano, acariciando, soplando, besando, susurrando los últimos alientos. Diciendo con la mirada, que ella no ve, que se encuentra perdido. Que no tiene dónde ir sin ella.
Así funciona. Así es como ocurre. Lo odio.






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